
No quise hacerlo con demasiado adelanto. Era octubre. Me parecía un montón comprar agenda y calendario cuando el follaje recién empezaba a ponerse cobrizo. Pero ahora, a diez días de fin de año y con citas para los meses venideros, sigo sin plataforma que me haga de recordatorio. Esta mañana bajo el malestar sostenido de una febrícula disimulada, me detuve en el bazar y encontré una agenda envuelta en plástico, giré el lomo. Un sticker naranja pequeñito en el ángulo izquierdo inferior marcaba 4,95€. En la caja, la dueña ocupaba una silla plegable y refugiaba del frío ambas manos en el centro de un tubo afelpado de tela. Hablaba al altavoz de su celular en estéreo. Estaba el marido del otro lado. No entendía qué decían, nada hablo de chino, pero le percibí la irritación, el mal humor que no logró caretear en nuestra transacción. Contó dos veces los cinco bolis que también me llevaba. Sumó todo, le pagué con el cambio justo y me fui. En casa rompo la funda e instalo la agenda en el centro de la cocina. Pongo la cinta de algodón marrón en la página de finales de diciembre. Cuando el Flaco entra en casa, estiro mi índice señalando nuestra nueva inquilina. Y entonces, me fijo: dice 2022 en el relieve gris de la cubierta de polipiel. Siento la evidencia de mi aceleración como una cachetada del invierno. El movimiento tiene esto, se va sucediendo y no siempre percibimos su inercia. Pienso en ciclos, en tránsitos, pienso en el ritmo, la transhumancia, en acontecimientos que no marca el calendario y son puntos inflexión. Le saco con la palma el polvillo a la superficie del ordenador habiendo comprendido que llegó el momento de serenarme y ordenar los apuntes que llegan hasta hoy con un hilo de vida para darle cuerpo a este último artículo.
En las primerías de nuestra vida como pastores, coqueteamos con la idea de transhumar con nuestros animales. En el progreso de los años, ya con el conocimiento profundo de las tierras que habitamos y ante la evidencia del azote climático, buscamos maneras de saciar la necesidad de desplazamiento por nuestras ovejas.
Lo estanco es impropio de la supervivencia. La espera, no es propia de la supervivencia. El encierro, no le es propio a la supervivencia. Se movieron los poblados primigenios hacia el alimento. Migran las aves, recorren kilómetros las abejas, aparecen moscas por todas partes, trazan senderos los jabalíes, los corzos, no paran quietos osos, tejones, lagartos y toda bestia que más tarde se disponga a hibernar. Se mueven los peces y todas las diminutas bacterias van hacia donde abundan los nutrientes. Y henos aquí, humanos, empapados de modernidad, montando plafones y repartiendo trípticos que sintetizan en gráficos e ilustraciones de qué va aquello de la transhumancia.
Quizás, la culpa de este desconocimiento de lo natural se deba, en parte, a que desde que las personas dejamos de mamar, este impulso, esta urgencia evidente que nos empuja hacia el alimento, se va diluyendo. También podríamos señalar como sospechosa la grandilocuencia de las expectativas o el folclore exacerbado en pos de crear otro mero punto de interés turístico que señalar en la agenda de desarrollo rural. Porque si, cuando cae la purpurina, cuando se desvanece la ignorancia es esto y no más: pastores que conducen a sus ovejas allí donde se puedan alimentar. Sin finalidad de entretenimiento alguno, alejado de reivindicaciones, libre de pretensiones de ejemplaridad, para nada responsable de la resurrección de vías pecuarias donde rebrotaron árboles, refugios ferales, modos de vida adaptados a la actualidad. Just a man, standing in front of many sheep, asking them to follow his way.
Y es normal que resulte un tema del todo abrumador, porque la transhumancia parece ser últimamente escrita con caligrafía de majestuosidad ancestral y estar cubierta por cierto status de contundencia. La rodean, a la vez, significantes añadidos, carteles conmemorativos y mapas de antiguas rutas transformadas para ser tourist friendly. Abundan actos in memoriam, libros con fotorreportajes como un anuncio de resguardo previo a la extinción, postales de IG, congresos donde técnicos beben el café que escupe una máquina y reflexionan en quietud sobre un acontecimiento de plena movilidad. Y no tiene poco de ironía que de este hecho netamente pastoril se apropie la casta política cuando necesita hacer bandera de folklore localísimo y defensa de artificio de la menguada ruralidad, cuando los pastores o son anarquistas de raíz o eligen sencillamente vivir activamente de espaldas a un humanismo que muchas veces no hace más que doler. Su finalidad, su sentido y su realidad, aun siendo la transhumancia rasgo identitario primigenio en nuestra evolución, son desconocidos para la mayoría.
Es también un tema de cada vez menor actualidad por la realidad postmoderna de las cabañas pastoriles y por el acceso, en apariencia sencillo, que las personas tenemos nuestro propio alimento. Pero que muchas no necesitemos desplazarnos demasiado para que una inmensa variedad de alimentos en una gran cantidad de formas, puntos de cocción y envoltorios se sienten en nuestras mesas, no significa que no se hayan movido previamente muchísimas otras personas para lograr este hito en el final de la cadena. El movimiento existe como los hormigueros bajo la tierra. Los engranajes del sistema parecen invisibles y es casi como si no existieran. No obstante, están quienes, en el backstage, siguen yendo hacia la tierra para cultivarla, van en buscar de agua, semillas, fertilidad. Hay también personas, muchísimas, que se ven obligadas a abandonar los sitios donde el alimento ya no está, donde tampoco es ya posible producirlo o donde el acceso a la tierra les ha sido negado. La vida urbana camufla con marquesinas y aparadores esta patente y punzante realidad.
En paralelo, se nos enseña que, especialmente a partir de una determina edad, corresponde el anclaje, lo estanco, una rutina longeva, toca estarse quieto y ser de ese único lugar, no alejarse más que para el veraneo, porque la ciudad cual ente, robot, forma de vida teóricamente basada en un postulado de diversidad, ya proveerá. No se sabe del todo de dónde, no se pregunta mucho el cómo, pero más temprano que tarde, en estas góndolas europeas nada, nada llega a faltar. En este contexto, ante las evidencias diarias de unos circuitos que parecen no querer fallar, ¿cuán sencillo podría ser comprender y asimilar como propia la importancia del movimiento para la nutrición, para el desarrollo idóneo de la vida?
Pero volvamos a este pequeño circo ovino. Nuestro limitante a la hora de seguir a la mayoría, es la particularidad de nuestro rebaño. El manejo de rumiantes lecheros no es el mismo que el de rumiantes para la obtención de carne. A finales de la primavera, cuando diferentes rebaños de ovejas son subidos a alta montaña y agrupados en masa bajo el cuidado de un único pastor, nuestras ovejas latxa aún están en temporada de lactación. Los pastores, por detrás, seguimos con el ordeño y la transformación. Y aún pasado este período, tampoco sería el Pirineo una opción para nosotros: las ovejas permanecen secas un tiempo, hasta que lleguen los días de ser juntadas con los carneros para la temporada de monta. O lo que es lo mismo: no pueden nuestras hembras quedar con otros rebaños porque quedarían cubiertas por machos de otra raza, con una selección genética y productiva distinta de la esperada. Esto lo entendimos desde el principio: estamos solos y nos toca resolver.
Nuestra opción, entonces, es la transterminancia, una hermana idéntica pero menor de la transhumancia: el movimiento estacional del ganado en busca de pastos haciendo un desplazamiento inferior a 100km. Quitándole el maquillaje y las etiquetas marquetineras, estamos hablando buscarnos la vida por el barrio.

La transhumancia y la transterminancia hablan del tipo de rebaño, de un manejo y de un modo de contemplar el acceso al alimento, hablan de la calidad de las pasturas y de la posibilidad de emprender este movimiento. Hay logística, un modo de conciliación, confianza personal y conocimiento de los animales que se cuidan. Implica organización, previsión, pactos y burocracia, exploración, atrevimiento y, para quién negarlo, un fuerte impulso hacia experimentar la novedad, los imprevistos, los colores cuando se ponen en la ladera de una montaña desconocida.
Este año, finalmente, encontramos una destinación beneficiosa rebosante de verdes y llegamos a un acuerdo amistoso con sus propietarios. Salimos en la penumbra de la madrugada. Era otoño y el frío no era punzante aún. Nuestro hijo amanecía en casa de sus abuelos. A muchas personas en el pueblo les sonaba el despertador que marcaba el regreso a la multinacional que deshidrata los acuíferos prehistóricos. Otros cuantos, se calzaban las botas y la mochila para encarar una nueva jornada de trabajo forestal.
Éramos las ovejas y nosotros dos. El Flaco delante, yo cerrando la comitiva por detrás. Nos acompañaban dos perras que son nuestro pilar, la delicadeza de la luna menguante, el suelo lavado por las lluvias que acababan de pasar. Éramos un amplio fantasma sonoro: cuatrocientas pezuñas patrup-patrup, silbidos esporádicos, el repicar de cencerros en la oscuridad.
Cargaba en la mochila dos manzanas, yerba, litro y medio de agua caliente en el termo de milicia norteamericana y la cámara para fotografiar. En la estrechez de los primeros metros, era una oveja más: en lo que quedaba de noche, al igual que ellas, mi vista no calibraba bien. En parte conducía, en parte me dejaba llevar. No sabíamos cuánto tardaríamos, yo ni siquiera conocía el camino. El Flaco estaba convencido de que lo íbamos a lograr y yo, a su confianza conquistadora, siempre me supe abrojar.
En el camino no nos cruzamos con nadie y fueron pocas las palabras que intercambiamos entre nosotros. Sobre todo, señalamos con asombro la majestuosidad de los pinos que se estiraban imponentes a medio camino, en un valle clareado, trabajado. Tan cerca y tan lejos, jugamos a que vagábamos sin rumbo por algún paraje de Canadá. A mi mente vinieron las imágenes de movimientos de rebaños ajenos que había ido viendo: siempre mucha compañía, desconocidos con cámaras, algún canal de TV local, curiosos, ecólogos, simpatizantes, niños, niñas en las distintas etapas y por doquier. En nuestro caso, abundaba la solitud y la ausencia de interferencias humanas, no difiriendo demasiado de cómo elegimos vivir ni de la manera en que elegimos trabajar: muy solos, siguiendo la inercia de las bestias, atendiendo a los ritmos que pauta nuestro latir. Sin testigos, tutores, a veces aguantando más de lo que podemos asumir. Exhalé y esto me reconfortó constatar: la que vemos retratada, no es la realidad a la cual nos debemos aferrar. Si el principio es el verbo, lo segundo es el paisaje intransferible que cada una dibuja al andar.
Después de tres horas, con la cintura todavía fresca y los ánimos despiertos, no habiendo cebado mate alguno por el camino, llegábamos a destino. Aun no siendo remoto ni indómito aquel lugar, había una intensidad nueva que pacificaba: el valle abierto, el macizo espléndido que según la hora vestía de azul oscuro, de lila, de rosa, de dorado, verde intenso, una paleta generosa de amarillos, naranjas y ocres. Se repetía la constante que conocemos: las ovejas comían y no había silencio. El sonido de su ser cuando se dedican a la alimentación es todo melodía: el golpe de las pezuñas amortiguado por la tierra humedecida, filtrado por los brotes de joven pasto verde. Ese crak-puk cuando arrancan las hojas de la rama de zarza, el susurro de los dientes contra las encías cuando cortan de a manojos la hierba. En algún momento se comunicaban y llegaba un balido del fondo para hacer de faro y geolocalizador. También una madre llamaba a su cordero y le salía un balido gutural, partido por la materia que le llenaba la boca. Sonaba el ASRM irreplicable del vellón cuando las espinas lo abrazan y la oveja se impulsa para desprenderse y suenan las fibras oleosas de la lana, la punta filosa de las espinas, el cuero caliente del animal. Se oía el slash de la retama cuando la partían con determinación.
En la vida junto a un rebaño, no hay un día que suene igual que el otro, que se asemeje, siquiera. Hay melodías con muchas hojas secas que se arrastran, otras de trote ligero y repique acelerado, las hay que suenan desde la distancia en el fondo cavernario de un valle, en la penumbra o al clarear temprano la mañana. No es un sonido que salga de nosotros y aun así nos es propio: traduce nuestro andar, habla de nuestro manejo, de cómo nos vinculamos con las bestias en la distancia y en la cercanía, desde la confianza y el conocimiento práctico de sus giradas, con el fin del alimento. Es un ritmo que habla de su apuro, de nuestros nervios, de nuestra capacidad de intuirles los pasos. Cada canción es una descripción del paisaje: si hay un bosque que camufla sus estridencias, si corre cerca un arroyo ensordecedor, si se esparcen por terrazas soleadas que miran a mar. Este otoño, sonaba a castañas cayendo, a patas de aves aireando el sotobosque, a fieras que se deslizaban entre la sombra. Se oía la humedad fría de un riachuelo a medio secar en el nacimiento de la ladera, las hojas de los abedules bailando de amarillo y verde al viento constante del atardecer.
Esta estacional vivencia egoísta del bosque nos trajo de regreso toda aquella sencillez de los tiempos primeros que la burocracia y los cumplimientos económicos habían ido enterrando sin que fuéramos del todo conscientes. Amanecíamos sin más apuro que el del agua calentándose sobre un fogón de cámping y el mutismo pleno del espacio circundante. Experimentamos la dulce viscosidad del coche cuando hace de cama, refugio del aguacero, espacio de carga para el teléfono y rincón de luz para la lectura sostenida. Recobramos aquello que fue inicio, germen, pulsión vital: autonomía, confianza en uno mismo, gozo pleno al constatar que la posibilidad de asombro persiste y es compartida. El movimiento nos hizo recordar cuántas fronteras imperceptibles tenemos impuestas, cuántos miedos ajenos asimilamos como propios. Un ciclo que destacó que en la plenitud de las bestias está la quietud del pastor. Nuestro reposo. Aquello que serena y hace posible la contemplación.