
Para el discurso académico, somos objeto de estudio, gentecita que pone el cuerpo en algo que ni siquiera entiende, que no sabe explicar y que necesita de señores y señoras importantes, legítimas (…) para analizar nuestra experiencia. Para estudiarnos desde eso que denominan “observación participante” nos “ayudan” con el activismo el ratito que dura su investigación.
PENSAMIENTO MONÓGAMO, TERROR POLIAMOROSO, Brigitte Vasallo
Igual que las cartas del tarot, la flora y la fauna podrían leerse una y otra vez, no solo por separado sino también combinadas, en las combinaciones eternamente cambiantes de una naturaleza que cuenta con sus propias historias e influye en las nuestras, una naturaleza que estamos perdiendo sin que conozcamos siquiera el alcance de la pérdida.
EL ARTE DE PERDERSE, Rebecca Solnit
Per què tothom fa veure que allò que no és important ho és molt, al mateix temps que s’esforça a fingir que allò que és realmente important no ho és en absolut?
NO-RES, Janne Teller
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Antes de salir con el rebaño, quise terminar con el trámite de la baja de la subexplotación bovina y acabé enfrentada a un nuevo e insospechado túnel virtual del terror. Creía que sólo me faltaba darle a la casilla de ‘enviar’. Pero tuve que crear un pdf del formulario y la memoria previamente impresos, rellenados a pulso y birome, firmados por el propietario de la finca también. Clavarles encima la firma digital. Cargarlos a la aplicación. Mandarlos. Creo que ya está, que cerramos oficialmente el duelo. Pero se me notifica de la obligatoriedad del pago de una tasa de 25€. Para dar de baja la subexplotación. Cuando pregunto, nadie sabe responder a cuento de qué este abono. Por las molestias ocasionadas, ¿será?
De fondo, en la radio, redactores, periodistas y tertulianos, comparten jocosos sus quejas sobre lo molesto y agitador del acto de pelar y comer mandarinas en la oficina o en el metro. Que su ‘olor’ no tienen por qué aguantarlo, que debería ser un acto relegado a la intimidad, al aislamiento: tu mandarina y vos. No los ofenden los difusores automáticos de fragancias de síntesis, no incomodan los eau de toilette que copan el ambiente, el dulzor ficticio que deja el suavizante en la ropa, las cremas del pelo, el gasoil quemado dale que va elevándose desde cada escape, las lociones en la piel, la lejía de los baños, el aroma pino silvestre del suelo, el tabaco que se pega en la silueta de fumador y sus convivientes. Tan sencilla, tan simple, práctica y estacional. Alimento y aroma que nace del suelo y madura en la altura: la mandarina es la criminal.
Observo a las ovejas rumiar desde la ventana del refugio y pienso que en febrero siempre tarareo la misma canción: la del hartazgo de las heladas europeas que me lima la paciencia, me inflama las articulaciones, me agrieta los labios, la de los días tachados sin que la primavera decida estallar, la de este mosaico de pequeños prados rescatados de la falda de la montaña: grises, áridos, que los cultivadores de papas abandonaron muchos años atrás aburridos de enterrar tanta esperanza con el pensamiento siempre anclado en la ilusión de un futuro más favorecedor. Ilusionismo cristiano o ingenuidad férrea de corazones románticos, elije tu propia aventura my friend.
En la pastura estamos la Pruna, la Mar, las ovejas y yo. La temperatura, encantadora. Una brisa suave, una capa de nubes finas, el sol suculento, las ovejas ordenadas. El estofado perfecto.
Hay un laberinto de retamas en la cima de la colina. En el pico, muchas matas que alcanzan los dos metros de altura. Algunas ovejas se oyen, otras se ven desdibujadas detrás de un rayado verde clásico, brillante, joven, que señala el continuo vigor de esta planta. De algunas ovejas veo el lomo con el vellón al viento. Blanco terroso, mate, semi ondulado.
A mis pies, en una caída distraída de mis pupilas, entreveo un nido a punto de quedar deshecho. Como los cazadores de setas, igual que las recolectoras de cuarzo, dispongo de las contraseñas para encontrar nidos caídos. La clave primera: no buscarlos. Son ellos quienes repentinamente se aparecen. De formas cambiantes, en su mayoría del tamaño de la palma de mi mano, que es pequeña y si no fuera por los callos podría confundirse con la de una niña.
Este nido esta semienterrado en la línea que separa lo verde del sendero erosionado por el paso repetitivo de las ovejas. Podría pasar por rejunte de pasto seco, ovillo desarmado de raíces a la intemperie o nada, también habrá quién al que no le parezca absolutamente nada. Es un tejido fino de crin de yegua rubia y retazos de lana de las ovejas del pastor vecino. Asemeja más bien felpa, compacta y ligera, con micro rizos mullidos, de hebras casi imperceptibles, pedazos de un todo suave, tibio, acogedor. Una natural incubadora de peluche.
Las casi dos horas de pastoreo que quedan las paso con el nido en una mano y con la otra mano hecha un bollo detrás de la manga estirada y dentro del bolsillo central del buzo. Las voy alternando en su labor de carga para repartir el frío. El aire está quieto y puedo andar tranquila sin riesgo de que vuele. En casa, lo guardo junto a otro nido que encontré la semana pasada. Algo más amplio hecho de pelo negro de jabalí, idéntico a la tanza de pescar, y raíces como fideos de sopa china trenzados entre sí. Tapo la cajita y la devuelvo al armario, junto a otras cajas, latas y tuppers que hacen de nido a nidos. Pienso en mi vieja que desde hace varios años va repitiendo que cuando muera nos deja su biblioteca culinaria repleta de recetarios, libros y recortes de revista. Que hagamos lo que queramos, quemarlo todo también es opción, total ella ya no estará para verlo. Serán abono estos nidos cuando yo ya no los pueda conservar.
Me molesta, más con cada nuevo febrero que se agota, seguir viendo cómo se destinan renovadas partidas de euromoney para estudiar el sector y nuestras dinámicas. Y en el mismo recorrido, acabo violentada comprobando que el hilo que mueve las lupas de la indagación sigue siendo el mismo: las mismas preguntas, basadas en el mismo desconocimiento de fondo, con el básico fin de elaborar un mapa de conclusiones faltas de pragmatismo sobre la futurible fallida del sector. Al final, parece que, desde muchos ángulos, las renovadas propuestas parecen siempre acabar aquí: en el plan de desdoblarnos, pastoras, en operadoras turísticas, payasas y malabaristas del bosque y los valles para ecoeducar a lxs hijxs de otros. La solución que gentrificó la urbe y condenó comarcas enteras al servilismo y a la falta de tejido social. Por esto, nunca dejan de haber iluminados que inciten a apostar.
En mi recorrido de opiniones de sobremesa colgadas a secar al viento, me frustra certificar que los pensamientos regados de descontento e incertidumbre que cada luna negra saco a pasear siempre acaban generando mayor interés que el idilio dulce y regenerador que mantengo con nuestro íntimo ecosistema. Pero será que, inevitablemente, hoy me toca volver a purgar la parte leñosa de mi elección de vida, recalificar estos terrenos fangosos, servir en esta mesa el mismo caldo: porque las fieras cada tanto nos vuelven a marcar.
Resulta especialmente difícil para quienes vivimos en movimiento, andando con la mirada casi siempre en alerta, sumergidos en lo cíclico e irrefrenable de la vida, trabajar sometidos a legislaciones nacidas en armarios estancos, caminos de asfalto y brea, donde el agua no falta, donde el frío y el calor tienen la constancia de los 20 grados, sea verano, invierno o se desplome encima del universo la era glaciar. Legisla una gobernancia aún atornillada a un salón ochentero que otea los suelos de cultivo más como problemática que como fundamento, en perpetuo menosprecio de quienes van con las palmas agrietadas, no considerando la linealidad de las relaciones sino, al contrario, aferrados a los de arriba y los de abajo, en la ignorancia plena de lo que simbolizan, atañen e implican todos los alimentos producidos bajo un cielo de mil estrellas. En consecuencia, henos aquí: peleando para ver quién se desplaza más rápido para conseguir la primera fotopostal del fin de semana en el Montseny, discutiendo sobre si flashean una pista de aterrizaje sobre el mar, hablando de la tristeza de la infancia como si no fuera el coletazo evidente de nuestra adultez desorientada.
Y ya que tengo la mandíbula floja, expongo la indignación de esta digitalización forzosa por parte del Departamento de Agricultura para todas por igual. A sabiendas de que los sistemas de pastoreo más pequeños, familiares y sujetos a una mayor fragilidad habitamos espacios naturales más o menos recónditos, donde la cobertura suele ser deficiente; con conocimiento de estar frente a personas que, dados los principios más básicos de nuestra labor (criar animales, mantenerlos en vida con salud mediante el pastoreo, mantenimiento y mejora de la fertilidad de la tierra, entre otros), dimos por sentado que no cabría destinar recursos, tiempo, esfuerzos y formación en todo lo que pueda ser hermanado con filosofías de tipo elonmuskista. Porque si, en el pastoreo aún caben la resistencia del lápiz y el papel, el férreo compromiso de la presencia. Digitalización forzosa, también, aún a sabiendas de lo añejadas que son las cabañas regidas por pastores. En el catálogo de soluciones: pagarle a un gestor (¡Ai las! ¡El pastor convencido de su autonomía anárquica, forzado a la dependencia!) o entregarse a ser multado, clausurado, a ser barrido fuera del sistema. ¿No será esta una estrategia de muerte silenciosa para la total reconversión del sector? Tecnología para la máxima industrialización, fábricas de animales regidas por IA, territorios sin cuidadores, alimentos amasados por robots, vibraciones de rodamientos y gasoil corriendo por nuestras venas. Lie like you love me si tu respuesta empieza insinuando un ‘no’.
Hace unos meses, se me quebró la voz y me tragué el llanto con la administrativa de agricultura al otro lado del teléfono. Me desconcertó tanto sinsentido, tanto enrosque de gestión en el que entramos por rutina los seres humanos. Un vicio burócrata que no beneficia a nadie en particular, pero jode a todos un poquito por igual. Aquella mañana, le pregunté cómo es posible que podamos llegar a estos extremos, con tanto ímpetu por complicarnos las cosas. Subí el tono y seguido me disculpé, excusándola de responsabilidad e imaginándola Fontana di Queji durante gran parte de su jornada laboral. Pero de inmediato, ella apretó play a un casete que tiene RE aprendido, que a partir de la primera palabra ya sale solo, fluido, en cierto modo bastante vacío de sentido, como el parafrasear de las recepcionistas de hotel cuando se muestran afables y serviciales, plenamente sonrientes, encantadas ad inifitum de dar la bienvenida. Un mismo mood con el que encaran a un huésped tras otro. Vocación de servicio o a sonreír colega, que también para esto se te paga. La administrativa aceptó mi acto de constricción y me afirmó que evidentemente nada de esto va con ella, que quienes deciden y ejecutan son ‘los de arriba’. Entonces, ahí sí, mi pena se hizo enojo ante tanta tibiez, frente a este constante señalar al otro, ante el no hacerse cargo de nada, constatando la impavidez del privilegio, ese no considerarse nunca parte del engranaje, el reinado de la falta de empatía y el sentido de comunidad.
Se me irritan las mejillas cuando dos semanas seguidas la radio queda inundada por instrucciones para saber cómo seguir viendo Netflix a pesar de las nuevas restricciones. Tutoriales, podcasts, hilos de Twitter. Pan duro y mal circo, ante todo, que no falle todo el sistema que nos mantiene en cohesión irreflexiva, que frena cuestionamientos, que impide abandonar la pecera de los oráculos del algoritmo. La rotunda militancia del monocultivo de la mente. Esta sociedad adulta que confunde a la infancia repitiendo que mediante y entre muchos clics y reproducciones, allí la gloria, el éxito, lo definitivo de la vida en plenitud. Cuando, en cuanto bestias, necesitamos de oxígeno prístino, espacios de verde amplio, alimentos producidos desde el convencimiento y el amor. Y a la par, se debate con flojera sobre la posibilidad de implantación de humanidad en Marte. Y no sabemos cómo hacerlo para germinar hasta llegar a comernos las lechugas. Y dudamos de si para obtener leche las hembras tenemos que parir.
Está pronto a nevar. Cae una llovizna muy separada, apenas unas gotas. Sopla el viento de norte a sur y cae sobre el suelo una neblina densa. Oigo coches por la autopista a mi izquierda a lo lejos. Conan me espera unos veinte metros más adelante. Cuando camino y estoy a punto de alcanzarlo, avanza. Cuando me paro a escribir, se sienta apoyando el culo entero sobre la arenilla escarchada. Cuando llegamos de noche a casa con las luces del auto encendidas, al verlo venir con su único ojo brillando en la penumbra, digo ‘miralo, al orco’ y mi hijo dice ‘no mami, que es un cíclope’. Y siempre que se repite la misma escena, repetimos la misma interacción. Es domingo a la tarde y está todo especialmente callado. Agradezco esta quietud y lo amplio del paisaje. Las ramas vacías que crujen entre sí, la imagen que mi mente dispara cuando imagino todas las bestias que me observan desde el bosque sin que yo las pueda ver. Inspiro profundo y dejo que el aire helado me amanse. Un puñado de pajaritos marrones pasa sobre mi cabeza, suena el aleteo enérgico de una paloma torcaz sacudiendo las copas de los encinos. Ojalá dure poco la nieve aferrada al suelo, las ovejas exigen campo abierto y yo una tregua a tanto esfuerzo por resistir.