Misión oxitocina

En sociedades como las prehistóricas, la alimentación de los individuos infantiles mediante la lactancia era un recurso fundamental y esto pudo vincular a las mujeres a las actividades de mantenimiento y al espacio doméstico, pero sin que eso significara necesariamente desigualdad o subordinación. El menosprecio hacia estos trabajos es una construcción posterior de la sociedad patriarcal en la que vivimos.

Margarita Sánchez Romero

La patria era l’olor i la paraula. I jo obria els narius com qui vol robar el vent i l’aire del món.

Fugir era el més bell que teníem, Marta Marín Dòmine

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En casa de la Oma, mi abuela Bárbara, cuando chica en el Banat, hace casi un siglo, pero hace tan solo unos 80 años atrás, de carne comían principalmente cerdo, pollo, pato y paloma. Todas bestias criadas por sus padres en un gallinero, corriendo por el patio u ocupando un espacio de la casa. Compraban un corte de carne de vaca de forma ocasional, algún sábado, para preparar la comida especial del domingo. Eran una familia de dos adultos, una hija y un hijo y con el cuarto kilo de carne adquirido, cocinaban una sopa que rendía, alimentaba y creaba comunión sobre la mesa de madera.

Un mediodía, el padre volvió del mercado al pueblo con un cordero bajo el brazo, blanco el cuerpo y negra la cabeza, poca lana y grandes los ojos. Los hijos lo alimentaron, jugaron con él, lo observaron y con los meses lograron que los siguiera. No lo sabían, que estaba destinado a la comida de navidad. Cuando finalmente llegó la tarde de servirlo, junto a las velas nuevas, bajo la corona de flores y hojas de invierno, ni Bárbara ni Antonio quisieron comer. 

En el Banat, mis parientes habían tenido un gato naranja que fue tenido en consideración hasta el día cuando logró entrar al altillo y salir victorioso con una cría del palomar entre los colmillos. Mi bisabuelo se lo llevó lejos, campo allá. Con las palomas, su mujer cocinaba Goulasch: con cebolla, ajo, paprika, tomate, un chorro de vino y laurel. Marcaba la carne con la cebolla, agregaba los faltantes, añadía agua, salpimentaba y cocía con hervor suave durante una hora. 

Como otros campesinos de la zona, también tenían una vaca que los abastecía de leche. Por las mañanas, pasaba un pastor a buscar a las bóvidas de cada familia para llevarlas al campo a pastar. –No teníamos agua nena– me dice la Oma. Había en el pueblo ein Brunnen, de los que tenía canilla. Iban a diario con su madre a cargar baldes y tachos con el agua limpia que usaban para cocinar y lavarse. En el fondo de su casa, tenían un pozo con agua que daban de beber a los animales porque era agua como la del Paraná esa. En el Banat, a las mujeres que no podían amamantar, se les morían de pena los bebés.

La Oma vive, desde sus 14 años, en la ciudad. Mientras hablamos circula bajo nuestros pies una hilera que parece evanescerse en el horizonte de hormigas de jardín trajinando porciones de hojas. La Oma no esparce veneno en sus rutas, pero tampoco las quiere del todo: en una noche secuestraron entero el jazmín paraguayo justo cuando tenía tres flores amarillas florecidas. Detiene la vista en el punto donde se desordena la fila después de una pisada del perro. Las mira con compasión, todas asustadas y urgentes. Cómo trabajan estos pobres bichos nena, y cierra el tema apuntando que en una noche arrasaron con todo el rosal, que era una planta joven, vigorosa y estaba cargada de rojos pimpollos.

Mi bisabuela, la mamá de la Oma, una señora chiquita y enfermiza, horneaba Kuchen todos los domingos y esa tarde se ponía el mantel y se preparaba mucho café, se esperaba alguna visita, se ofrecía nata batida quizás. Siempre que vuelvo a verla después de una pausa en el tiempo, mi mamá me espera con una tarta de frutillas. A la Oma, le hornea el Käsekuchen del Banat. La Oma la llama la torta Schwabilandia y se la sirve para el almuerzo y la merienda. Tiene la base y el borde de sablée delgada, el centro cremoso y la superficie marrón del tostado de los azúcares del queso fresco.  

Le cuento a la Oma que existen donde habito en Catalunya casas donde aún se preparan los embutidos como a ella le habían querido enseñar en el Banat. Está muy sorprendida. Botifarra, fuet, llonganissa, bull blanc y bull negre – le voy haciendo la lista de elaboraciones hasta que me interrumpe para rememorar en voz alta con asco las manos de su mamá cuando amasaban el menjunje para la morcillaEn el Banat las familias se juntaban el Schlachttag para transformar el cerdo en Bratwurst, Leberwurst, Blutwurst y Schwartenmagen, nerviosos todos, porque era una labor que exigía compromiso y buen hacer, porque de ello dependía que el abastecimiento de carne se extendiera hasta el invierno siguiente, durante los esfuerzos de la primavera, las exigencias del verano y las primeras heladas del otoño. Por ello, era de vital importancia que la Bárbara niña conociera los cortes, aprendiera a sazonar, recordara las proporciones. De vital importancia para su familia y para toda la pequeña comunidad, para el casamiento que tenía arreglado y nunca se llegó a concretar. Le pregunto qué es el Schwartenmagen y dice que como fiambre se comía ese y añade que hasta hace algunos años no era tan difícil encontrar algún charcutero en Buenos Aires que lo ofreciera. 

Su padre tenía en el Banat dos espacios de cultivo: las papas, zanahorias, cebollas, el ajo y el perejil los cultivaba en la tierra entre las viñas. En el huerto aledaño a la casa, crecían tres variedades de calabazas, las chauchas, los tomates, la lechuga, maíz blanco para la familia y maíz amarillo para los animales. Recuerda, emocionada, los días cuando su papá con una pala cavaba pequeños agujeros donde ella depositaba tres semillas que cubría con sus palmas de tierra. Tenían árboles que ofrecían cerezas, manzanas, ciruelas.  Para navidad, además de degustar el hígado del ganso que su madre había hinchado, recibía cada uno de regalo un tesoro del sur: una naranja. Qué deliciosas eran, nena. Su primera banana la comió en 1939 cuando el barco que los traía a Argentina paró en Madeira a repostar.

A sus casi 96 años, la Oma almuerza dos tazas de café con azúcar con leche y cosas. Mantiene esta rutina desde hace más de 60 años. Si se lo ofrecen en la noche adecuada, se toma una medida de whisky con soda hasta arriba, no ice. Tuvo un limonero y un quinotero con cuyos frutos llenó centenares de frascos de mermelada. Hizo limoncello para ofrecerle a sus visitas y llenarle de alcohol ácido el congelador a sus hijas. No abandonó nunca el tejido y desde hace diez años que teje sin parar, con el noticioso de fondo, usando las medidas que guarda su memoria, aplicando el diseño que con la vista y la concentración de hoy en día se puede permitir. Remarca seguido esto: la transformación monstruosa de su cuerpo, para lo que servía y todo lo que ahora ya no puede permitirse hacer.

Cuando nos invitaba a comer a su casa, a mis hermanos, a mi hermana y a mí, preparaba Bubenspätzle para cenar. Castellanizó el nombre del plato como pitos, por la evidente forma de pene de infante que tienen estos ñoquis de papa. La preparación le tomaba todo el día. Una vez formados, los pasaba por la sartén con aceite neutro y pan rallado y nos los servía calentitos con azúcar espolvoreada por encima. Con la misma masa, para un público más adulto, cocinaba los Zwetschenknödel, bombas de papa que guardaban en su centro una ciruela de las alargadas, oscuras, violáceas, jugosas y ácidas.

Vuelvo un sábado por la tarde a mi casa después de una convalecencia y pongo a cocinar unas lentejas sencillas: agua, laurel, sal, pimienta, pimentón ahumado y tomillo. Mi hijo se emociona oliendo el perfume que evapora de la olla. Tan sencillas y tan complejas, muchas, marrones y pequeñitas lentejas. A su lado, hiervo arroz del Delta que, si bien señala al Ebro, a mí me gusta imaginar que es arroz de cultivo subtropical salido de entre los juncos prietos del Delta del Tigre. Siempre me pasa: cuando evalúo qué verduras comprar, cuando pienso en si tendremos ánimos para plantar en el huerto este año, mientras revuelvo el fondo de una cacerola que se espesa, siempre pienso en la comida, en cómo llega a mis manos, en lo que intenciono cada vez que me pongo a cocinar, en la brujería que opera en el paladar de quienes me comen.

De los alimentos heredados, ¿cuántos lograré a mi progenie legar? Siento que se pierde casi todo en el camino. Siempre en detrimento de lo más sencillo y constituyente. Bolsillos vacíos de migas para señalar el camino a casa. A veces envidio la simplicidad de las fieras, su adaptabilidad y cierta ligereza vital, donde el alimento es supervivencia nomás y no tantos relatos ni memoria, paisaje de una época, costumbres, acto social, deber, gesto de amor o desconsuelo.

La autopercepción amorosa de mi cuerpo me llegó recién a partir de que fuera alimento para nuestra cría. Fue entonces cuando se me mostró como dulzura, cobijo tibio, placer y una forma frágil de poderío. De hecho, desde los minutos iniciales de nuestra corporalidad, por acción de la oxitocina, la vida que late, la alimentación nutricia y el placer se nos presentan enlazados, fundamentales para nuestro desarrollo y sostenidos por esta hormona que exige de nosotras justamente todo aquello que el patriarcado y sus modos requieren dejar de lado: calma e intimidad, compasión y empatía, contacto. Así, la fragilidad primera en esta relación de quien ofrece el alimento, del contexto alimentario, del alimento como un hecho en sí mismo y el receptor del alimento ya nos viene pautada desde los albores de nuestro latir. Con auxilio de la oxitocina, la leche que mana de las tetas, baluarte de sencillez y a la vez profunda complejidad, es símbolo del alimento como vínculo, raíz, sostén, fundamento de existencia.

Entonces, si como apunta Michel Odent, la calidad del sistema de la oxitocina se está debilitando a consecuencia de un uso abusivo de la oxitocina sintética[i], ¿podríamos pensar que nuestro sistema axial de amor, nutrición y disfrute se está gradualmente debilitando a la par?

Me aferro a la memoria estructurante de mi abuela, a la sabiduría de mi madre y sus espátulas, al poder que ejerzo cada vez que pelo cebollas, para invitarnos a hacer de cada comida un torrente de oxitocina para alimentarnos desde el instinto con la voracidad estratega de la supervivencia y, así, nutrir desde el placer el cuerpo que habitamos, esta ingeniería insondable que rememora, siente, atesora, extraña, ama, repite, ignora, espera, ansia, desea y quiere perdurar.

Exploracions complementàries:

Una conversa entre Marina Monstonís i Carmen Alcaraz del Blanco | La Cuina del Macba, MACBA

Oxitocina | Viquipèdia

https://ca.wikipedia.org/wiki/Oxitocina

Entrevista a Michel Odent | Jimena Sánchez Hermida, La Nación

https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/michel-odent-hay-un-correlato-entre-como-nacemos-y-el-presente-nid1900861/

Mirar la lactancia materna desde la soberanía alimentaria | Esther Vivas, Píkara Magazin

Mirar la lactancia materna desde la soberanía alimentaria

Caníbal | Ile

Guacamole | Kevin Johansen


[i] Odent refiere a la administración de oxitocina sintética durante el parto por parte de profesionales sanitarios. Existe, también, la posibilidad de comprar por internet sprays nasales de oxitocina sintética en formato de 15 a 25ml por un costo entre 20 y 50 euros. Anunciados con el fin de restablecer y amplificar la plenitud sentimental y sexual y para fomentar la confianza en los matrimonios y dar a las mujeres una sensación de bienestar y paz, entre otros.