
Tot és silenci, calla el bosc
com si a la vida extraviada
no l’embruixés la llum del sol:
que, tot, fos per una altra causa.
El silenci, Boris Pasternak
Si las condiciones son las idóneas, el enamoramiento con la lectura suele manifestarse previo a la pubertad. El mío empezó a principios de los noventa, con la colección en colores de dificultad ascendente de El Barco de Vapor. En mi escuela, una vez al año, se celebraba durante una semana la Feria del libro. Librerías y pequeñas editoriales montaban un par de mesas con manteles rectangulares monocromo y bien planchados hasta el suelo donde exhibían best-sellers infantiles, clásicos, colecciones y novedades de divulgación. Eran días cuando podía vaguear entre libros lejos de la mirada adulta con un billete caliente en el bolsillo. No obstante, observaba con cierta tristeza toda la escena: sabía que, para tener aquella materia en mis manos, muchos árboles se habían talado. Poco imaginaba que algo más de un cuarto de siglo después, la deforestación en Argentina sería algo tan evidente y lacerante como para ocupar un puesto notable en el top ten de su ranking[i]. El motivante de este expolio no es la desmesura literaria, sino principalmente el cultivo de soja destinado al engorde de animales estabulados. A la misma degradación que a mi distante suelo materno sometemos a muchos otros territorios forestales y selváticos, ecosistemas vivos que saqueamos para el monocultivo de caña azucarera, palma, eucalipto, pino.
Brilla el sol tenue de la tarde que asoma en este final de invierno de montaña. Media luna creciente se difumina sobre el cielo en un degradé de celestes. Un par de aves medianas parecen estar a punto de embestirse en pleno vuelo, pero amortiguan el choque de la una contra la otra mediante la mecánica laxa de sus patas y se dan impulso las almohadillas de una sobre las de la otra para realizar un salto hacia atrás trazando en el paisaje un ocho, un giro boca abajo de montaña rusa o las curvas perfectas del ADN, todo dependiendo del ojo que analice la acrobacia.
Del bosque frondoso y de paseos incómodos que me enfrenta, se extinguieron lobos y nutrias. Los osos, aquí nunca tuvieron residencia. Junto con las ovejas, vivimos en este paisaje y entre sus variaciones abruptas, a veces inmediatas, la mayoría de las ocasiones no planificadas. Por la mañana, sosegada la amplitud de la sierra abierta hacia el mar. Apuntan hacia el Mediterráneo espejado las ramas peladas de los fresnos en las corrientes del viento que viene escapando desde cumbres más altas. Una acuarela magnánima sin marco que la encuadre; una story que durará lo que la mirada fija en alto aguante sostenida.
Al mediodía, a veces llegamos con el rebaño a una esquina oscurecida por la cercanía de centenares de cañas de bambú. Es como ver jugar señores con la faria apagada entre los labios a palitos chinos en un bar catalán: brilla fosforescente la hoja foránea. Están estas cañas enraizadas bajo la misma tierra arenosa y empobrecida de selenio donde se cultivan abetos que serán troncos talados que serán rama seca y ornamentada en una sala común en cualquier piso europeo durante un mes.
Otro día, alcanzamos el sendero incómodo de un bosque olvidado. Ramas bajas y deshojadas que se extienden hacia las ramas que llegan estiradas desde la cara opuesta en una lucha silenciosa por el espacio y el control de los recursos. Otras, perpendiculares a nuestros pies, rectas y engrosadas, llegan a asomarse al sol y chupan hacia ellas toda la savia que el ramaje inferior necesita para crear hojas perennes, para hacer flores, para generar semillas. En el suelo se repite el mismo patrón: tierra, bellotas humedecidas, algún brote tierno de helecho, una roca con salpicaduras de cuarzo, humus aireado por los colmillos de un gran jabalí.
Alguna tarde oblicua, nos adentramos en un túnel de zarza. Las ovejas estirando con fuerza el vellón enganchado a las espinas. Yo en cuatro patas, con mis palmas de diez uñas sobre la tierra fría, pensándome chiquita, admitiendo la fragilidad del momento. Sentimos todas la opresión de las largas ramas trenzadas, toda la fuerza de su rusticidad. Fibras jóvenes enroscadas a fibras más antiguas, leñosas y de circunferencia amplia. Son oscuros el suelo, el cielorraso, la flora que es un túnel donde no percibimos hasta el final del sendero la posibilidad de una salida.
En Circus gestionamos 80 hectáreas, en su mayoría masa forestal, sobre un terreno pedregoso, irregular, con pequeñas cimas y valles insospechados, dominadas por el bosque de encinas que en los grandes caos roqueños es celta y cuasi druídico [ii]. Es este un gran terreno arrugado, kilómetros que andados se extienden en apariencia hacia la infinitud, con muchos escondites, minerales que gotean hacia arroyos subterráneos, nidos hasta la próxima temporada vacíos. Solo durante 2021, la deforestación llevada a cabo en Argentina equivale a 1375 [iii] veces Circus y esto, desde la evidencia de la carne viva, es un montón.
El bosque es, en casi la totalidad de cuentos tradicionales infantiles, además de un entorno conocido, un espacio de riesgo, pozo de oscuridad, reducto vago, lugar de abandonos donde aguardan brujas maliciosas y bestias traicioneras. Lo es, también, ritual de paso, escenario de pruebas. En la realidad palpable, el bosque son múltiples caminos sin trazar, senderos de hormigas, de ciervos, refugio cambiante para zorros, ardillas, gatos salvajes y tejones. Naciente de musgo, aparador de liquen. Ante el bosque intuimos el desconocimiento de su estructura profunda y relacional, de lo que le es caduco y de lo que se sostiene aparentemente inmutable. En su aspecto simbólico, el bosque es santuario natural y fuente de conocimiento, reserva de vida. Inspiro de su silencio y experimento un cuelgue dulce pensándolo de esta manera: sagrado, inabarcable, imposible de reproducir. Entiendo entonces los libros como ese continuo entre lo insondable de la naturaleza y las personas y, en este sentido, las bibliotecas como rebrotes de los bosques, el lugar donde convergen sobre el cemento gris la cultura vegetal y la cultura del verso escrito.
En la infancia primera de mi hijo, fantaseaba con regresar a la lectura y distanciarme un rato del puerperio, de la leche seca en los empapadores, imaginar que mi cuerpo era otro, solo para mí y para las experiencias relatadas por el verbo ajeno. Quise descubrir autoras contemporáneas, hurgar en librerías, zambullirme durante cinco minutos en un relato y caer rendida ante el caudal de desvelos acumulados. Elegir y comprar libros por su tapa, de a montones, y ordenarlos en algún sentido solo por mi entendido. Pero la voracidad de posesión literaria y una economía paupérrima no conformaban justamente una dupla saludable. El mismo conflicto se me presentaba a las noches, cuando necesitaba de tres cuentos tradicionales y un relato ilustrado de formato grande sobre las rutinas de la ciudad para dormir a mi cría. Agotaba las historias, repetía las portadas y quemaba las fuentes para la estimulación y la ensoñación. Hasta que un día, apurada por eso límite que trazan la ausencia de belleza y de creatividad, descubrí la biblioteca municipal. Anclada en el centro de este pueblo de casi 6000 habitantes, la Biblioteca Soledat Ridaura i Feixes de Sant Hilari Sacalm ocupa 784m2 y cuenta con un fondo de más de 25 mil documentos. Pueden alquilarse un total de 15 libros durante 30 días seguidos y, si el avance de la lectura necesita de más mimo y cocción lenta, el alquiler puede extenderse a pedido por un mes más. Para darse de alta, únicamente es imperativo desplazar la cadera y recordar llevar en el bolsillo el DNI. Fin de la burocracia.
Presento este escrito invocando al rey de la foresta: para que provea de salud y longevidad
a los bosques,
a las selvas
a los humedales,
y a las bibliotecas.
Como ofrenda, a los pies de su altar, dejo tres reliquias donde los árboles, la bestia y la transformación son puntos de una línea humana compartida:
- En Oso de Marian Engel, publicado en 1976 y editado por Impedimenta, hay una gran biblioteca en una casa alejada de todo, arropada por el bosque, por orillas donde zambullirse para nadar boca abajo en el agua. Muy pocas personas. Lo sensorial muy presente. Sencillo, profundo, audaz y atrevido. Para leer frente al mar, en lo sombrío del metro y en cualquier situación de espera.
- El amigo del oso es la novela de Arto Paasilinna nacida 1995 y publicada por Anagrama. Más cercana de la humanidad filosófica que del bosque y su dureza. Road trip y peregrinaje de un pastor cincuentón con un oso. Reflexiones de la madurez, indagación con humor de latitudes frías. Escenas algo kitsch, ligeramente desopilante. De amplio espectro, aunque muy recomendado en temporada revisionista y cuestionadora.
- Creer en las fieras de Nastassja Martin, publicada en 2019 por Errata Naturae, es lectura para dejarse llevar durante una convalecencia o en período vacío de historias referenciales. También apto para acompañar un tiempo de profunda reflexión personal y procesos de cambio de piel. Un libro para subrayar y hacer pausas de mirada al más allá entre escena y escena. Desprende convencimiento, determinación y girl power de aquel que apenas se expone.
[i] Greenpeace https://www.greenpeace.org/argentina/story/issues/bosques/preocupante-aumento-de-la-deforestacion-ilegal-en-el-norte-argentino/
[ii] Le mythe de la dame à la Licorne de Bertrand d’Astorg, Diccionario de los símbolos – Chevalier & Gheerbrant
[iii] CNN https://cnnespanol.cnn.com/video/argentina-deforestacion-masiva-redaccion-buenos-aires/
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Fotografia de portada: L’obra OSSA de Vanesa Freixa