En el principio era el silencio

Fui invitada a participar en La Conca 5.1 para poner en voz alta mi propia voz. Lo primero que hice, fue con apuro decir que escribiría en castellano primero y que luego traduciría, para que tuvieran en cuenta las correcciones de estilo que se me pudieran escapar. Adelantándome al requisito, ya ondeaba la bandera de la integración bien lograda.

Semanas después, me encuentro atravesada por esta dualidad que a muchas veces me incomoda, ahogada por la misma naturalidad que me llevó a incorporar el catalán como lengua y cultura, por disfrute y por inmersión, y que ahora es mi principal limitante a la hora de expresarme, por escrito, desde la autenticidad: en un argentino que no perdió su yeísmo, que no sabe entregarse a la conjugaciones regidas por un ‘vosotros’, que usa léxico que no quiere traducir porque es vivencia, sentir, un indivisible bloque de perfumes y matices: aixopluc, ramat, llar de foc.

Será sencillamente parte de la estrategia, esta intencionalidad en mi camuflar. Hacer del idioma, del verbo adoptado, otro filtro, una coraza más a derribar. Mostrarme sólo desde el margen y aceptar los elogios a mi pronunciación aceptando, en el fondo también, el desinterés por el contenido de mi hablar. Insistir en la aprobación del exotismo: mujer inmigrante de ciudad, de rasgos germánicos y hablar choripanero, que hace de pastora de ovejas y se expresa en perfecto catalán. Se me loa una supuesta gesta, un compromiso no certificado con esta tierra. Yo prosigo en este juego, quizás porque a todas nos satisface un poco cumplir con la ejemplaridad.

En el bosque, hay menos historias que explicar. Desde luego nadie atiende a modismos, discute por pronombres. No existen reclamos ni exigencias acerca de cómo comunicar. Todo el peso de nuestras luchas culturales se rinde ante las bestias: no comprendemos los árboles, no sabemos qué cantan las aves, no desciframos las señales de tránsito de las hormigas. Pero, ante todo, no hay criatura que se detenga a escucharnos parafrasear.

En el bosque, defensores de la cursiva y la adjetivación beligerante, maestras de un pachamamismo capitalizador, doctos de la sintaxis: todos nos debemos silenciar. El alfabeto carece de sentido y la palabra se despoja de valor allí donde el receptor no muestra interés siquiera en ser espectador.

En el vecindario que habito hay una familia de cuatro cuervos. Pájaros de porte magnífico, con plumas grandes de brillante azabache, con la elegancia de una ocasional noche de celebración. Ruidosos, que no temen ser vistos y solo limitan sus exploraciones circulares en altura cuando invaden el aire las estridencias del motocross. Se comunican en voz alta, no entonan melodías, avanzan botando sobre la tierra y trabajan en equipo y por encima del agotamiento cuando de ahuyentar a una gran ave invasora se trata. Son negras sus patas, su pico, sus ojos y su plumaje. En tiempos de helada, siempre ocupan el cableado que cruza el sembrado, donde el sol se posa el día entero y la marinada los alcanza desgastada.

Podríamos pensar, que la mayoría de bestias no se entienden entre ellas y que tampoco comparten los códigos del lenguaje vegetal. Y, no obstante, en esta Babel forestal, prima el orden, reina la cautela, se intuye una armonía que debería sacudirnos, a nosotros, magnates de la manifestación verbal. Redactamos tratados de paz, manifiestos bienintencionados, leyes, preceptos, normas, estatutos. ¿Será este, otro motivo que nos mantiene distantes de lo natural, este reflejo doloroso e incontestable del vacío de tanta discursiva? Palabras saqueadas de su significante, oraciones sobre contenidos cuya realidad y compromiso no somos capaces de abarcar. En el decrecimiento de verborrea, en ausencia de perífrasis, se nos desvela la evidencia: cual conejo, hiedra, escarabajo, el humano incomprendido en su propia realidad.

Mi tatarabuelo tenía una viña y muchos panales en el Banat. Sus antepasados habían sido recolocados en esa zona desde la Alsacia, como las ovejas son conducidas por su pastor a los pastos altos del estío: en busca de alimento, previendo el reposo de los prados del invierno, dando vida a la amplitud del territorio, para hacer gestión provechosa de los recursos a disponer, al fin. A mis bisabuelos, la aversión de regímenes los empujó bastante, bastante más al sur. En Argentina nacieron mis progenitores y allí me criaron a mí.

Cuando leo férreas afirmaciones sobre territorio e identidad, pienso en la constatación de migraciones que pueden tener otras familias y registro la minucia que nuestros documentos representan comparados con la latencia inequívoca de las rocas, de los cedros caídos, de los mamíferos que olvidamos. En mi herencia, el arraigo es la urgencia por florecer allí donde el espacio me cede lugar, con abono, agua fresca, troncos altos de ramaje estirado que imitar.

¿Qué hace a la identidad, el inmovilismo transgeneracional o la inmersión individual en la realidad natural? ¿Puede ser la fijación de una estirpe garantía única de intuición boscana, de comprensión de ciclos que como especie insistimos en doblegar? ¿Puede el verbo, primar por encima de la sensibilidad personal?

No invalida el código postal en mi partida de nacimiento este amor por lo diminuto del sotobosque, esta dulzura nutricia que me invade en la quietud del follaje cuando los primeros claros de luz aparecen como una mancha encendida las mañanas de sombra espesa. No son apócrifos los callos de mis palmas por desconocer el sustantivo que designa la herramienta, mi desconocimiento del nomadismo de algunas aves ni la impavidez de mis caderas cuando reposan en un pequeño valle, ignorando si fue sendero de exilios o pozo de bandolerismo. ¿Necesito de un linaje afincado para justificar que me siento de acá? De este terruño donde brota el manantial que me lava, de estos suelos que alimentan de verde a mis animales, que me llena de arenilla los espacios entre los dedos.

Aprendí que la montaña no es de todos. La marca primera, es por encima cultural que asunto de terratenientes. Y cada vez más, apremia la exaltación de un patriotismo localista para la promoción del consumo. Una apología de la propiedad natural, del verbo sobre la naturaleza. Como si las abejas declinaran según la tierra de las flores que polinizan, como si las cucarachas no guardaran más historias que los claustros, como si las raíces fueran de una u otra manera de cada lado de la frontera. Como si en el principio no hubiera sido el silencio: soberano, igualitario, denominador común.

Así, concluyo, me presento y afirmo que es de esta manera como elijo poner en alto mi voz: desde la claridad del silencio, desde la autenticidad y la confianza que solo el bosque me supieron regalar.