
Estoy convencida de que es así. Cuando los visitantes llegan a una bodega conocen a las personas que elaboran el vino, conocen su historia, sus empeños, incluso comparten sus sueños y sus retos. Por supuesto prueban sus vinos y se dejan guiar por sus palabras y emociones para acercarse al mundo del vino y de la bodega y conocer a través de ella, el universo local del territorio, sus variedades, su pasado, sus apuestas de futuro, etc.
La clave no es en primera instancia que alguien se lleve una botella de la bodega tras una visita de enoturismo. Si fuera así, podríamos incluir el precio de esa botella en la visita y asegurarnos que todo el mundo que pisa la bodega, se lleva nuestro vino. Hay circunstancias que dificultan la venta inmediata: viajeros que deben volver a casa en avión; días de calor que retraen a posibles compradores de dejar el vino en el coche, expuesto a altas temperaturas; inexistencia de bodegas domésticas etc.
En mi opinión, lo más importante es que quien visite nuestra bodega se emocione con nuestros vinos y nuestra historia y cree un vínculo emocional con nosotros y con el territorio. Ese lazo telúrico, íntimo y único desencadenará la compra en otros momentos, lo que será bueno para la bodega pero también para la tierra y otras bodegas del territorio, que serán contempladas como parte integrante del vínculo emocional. ¿Hay mejor promoción que los buenos recuerdos?
Sin embargo no todo es tan fácil. Cada vez que una bodega de la Conca –por mirar para casa– hace una visita insípida, no solo desaprovecha una oportunidad para sus vinos, perjudica al territorio al neutralizar, en el mejor de los casos, la carga emocional que la tierra trasmite y que forma parte del posicionamiento único de cada denominaciones de origen.
¿Se puede hacer una visita a la Conca y no hablar de la trepat? ¿Se puede visitar una bodega sin pisar o intuir sus viñedos, sin saber nada de la tierra? ¿Una bodega es un ente aislado en un territorio? Me parece que no, por ello no entiendo que no se vincule la historia personal con la historia del territorio, su pasado y su devenir, aunque sea para discrepar, mucho más si ambas historias corren paralelas.
A medida que el enoturismo va creciendo y no miro a la Conca, sino a zonas más maduras como Rioja, Penedès o Ribera del Duero me encuentro bodegas con visitas de “fábrica” que los fines de semana especialmente, hilvanan visita tras visita. Reciben al grupo mientras dejan al anterior en la zona de tienda, catando dicen ellas –yo digo bebiendo simplemente– el vino más peleón de la bodega, sin guía ni acompañamiento. ¿Queremos aumentar la compra directa de vino y en el momento clave servimos lo peor que tenemos y además dejamos al enoturista solo? Es una maravillosa forma de desperdiciar la oportunidad de hacernos conocer a través de nuestro vino y de dejar huella en los futuros compradores. ¡Es el momento más emocional de la visita!
La visita a la bodega quizás es el momento de hablar de nosotros, de nuestra historia, de la tierra, de nuestra forma de entender el vino… pero con la cata, mano a mano con el viajero, llega el momento de “vivir” todo lo referido. Es como si pasáramos a la práctica, toda la teoría que hasta entonces hemos contado. Habrá que hacer eso sí, catas didácticas, con el componente de ocio que la gran mayoría de los viajeros buscan, catas que no banalizan el vino, ni lo esconden en oscurantismos culteranos. La cata debe humanizar el vino y cargarlo de valores emocionales. Pero ésta es otra historia de la que también me gustaría conversar con ustedes…
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*Fotografia de portada: www.enoturismepenedes.cat