
Jueves por la tarde. Repaso toda la documentación y me dispongo a llamar a Abel Mendoza (San Vicente de la Sonsierra, 1961). Como siempre, me envuelve una cierta sensación de vértigo previa a la conversación; esta vez, acrecentada por el hecho de dirigirme a alguien que lleva más de 30 años desarrollando un proyecto “laboral”, que es un proyecto de vida. Tecleo el número en mi teléfono y llamo. Me atiende la voz cálida y predispuesta de Maite Fernández (San Vicente de la Sonsierra, 1962) –enóloga de la Bodega Abel Mendoza y “compañera de vida”–, que me comenta que Abel está en el campo, con el perito, evaluando los daños que la helada tardía de finales de abril causó en los viñedos de la Rioja Alta. Consciente de que para un “destripaterrones” la afectación en tan siquiera una sola vid se traduce, ya no en una cuestión económica, sino en una pérdida casi personal, lo dejamos para más adelante.
Es lunes y parece que el inicio de semana nos ha brindado una energía renovada para iniciar una charla que se prolongará durante 45 minutos. Des de San Vicente de la Sonsierra, Abel saluda enérgico y se dispone a contar su “aventura” en el mundo del vino. Tiene tan claros sus orígenes en él y todo lo que le ha reportado el camino, que hilvana el relato cual Aracne su tapiz.

Abel Mendoza no sabría poner una fecha exacta al momento en que empezó a adentrarse en el mundo del vino. Podría decirse que su hogar olía a sus aromas desde que su bisabuelo empezó a producir uva y a transformarla para venderla. Aun así, “mi interés no es innato; es más, crecí en un momento en qué en casa te decían que antes que ganarte la vida en el campo, mejor te ibas a rascar chimeneas.” Pero a los padres de Abel “les apasionaba la tierra y lo que podían extraer de ella, aunque no se planteaban para nada comercializar la producción.”
En los años 60 y 70, eran las grandes empresas quienes embotellaban el vino y controlaban los entresijos de la legislación. Las circunstancias fruto de ese dominio del circuito de comercialización y distribución motivaron que Abel cogiera las riendas del negocio familiar: “me encontré con una historia personal que terminó orientando mi carrera; un gran operador dejó de pagarle una cantidad importante de dinero a mi padre en un momento determinado y esto se juntó con un pequeño susto que le dio el corazón. En ese momento, él vio que la situación le quedaba grande, me cedió las tierras y me dijo: ahí tienes, haz lo que quieras.”
De este modo, y sin haberse planteado si le iba a gustar o no, Abel se hizo cargo de los viñedos familiares y descubrió la parte más cruda del negocio del vino. Con apenas 20 años y, después de tener que relacionarse con el mundo “adulto” de los banqueros, se dijo a sí mismo: “nunca más; si me arruino, me arruino sólo; no quiero que nadie se quede con mi esfuerzo, mi trabajo y mi dinero y, además, no se reconozca absolutamente nada.” El viticultor se cansó de ver “cómo mi trabajo valdría sólo para meter la uva en una cisterna de un millón de litros” y decidió intentar “ponerle valor y dignificarlo.” Así es como en 1981, –con los bolsillos prácticamente vacíos, pero con la determinación de ir, poco a poco, viendo hasta donde se podría llegar– Abel Mendoza empezó a interesarse, primero, y a apasionarse, después, por el mundo del vino. En 1986, empezará la construcción de la bodega y en 1988 embotellará y comercializará la producción, por primera vez, bajo la marca Jarrarte.

Es durante estos años cuando posiblemente se produzca uno de los hechos más importantes para el devenir de la bodega, más allá de su creación. Cuando el vino es tu modo de vida, necesitas que quién te acompañe en este periplo confíe en ti. Por ello, Abel no tiene más que palabras de agradecimiento para Maite “que a lo largo de todos estos años ha venido pegada a mi como el parche de Sor Virginia y no sé si estando o no de acuerdo con todo o confiando en lo que este loco iba haciendo.” Ella, cuya familia no tenía vínculo alguno con el sector vinícola, terminó cursando estudios de viticultura y enología en la escuela de formación profesional I.E.S. Duques de Nájera de Logroño. Su destreza con el inglés, junto con el buen hacer de Bodega Abel Mendoza, les abrió las puertas del mercado internacional e hizo posible eso que tanto maravilla a Abel: “jamás hubiera pensado que una botella de vino me hubiera llevado a China, Latinoamérica o Londres cuando empecé esta aventura.”
De la mano de su aliada imprescindible, su “compañera del alma”, ha conseguido afianzar un modelo de negocio fundamentado en el respeto por el suelo, el clima y las variedades y “en ser lo menos intervencionistas posibles en su gestión;” un modelo que, seguramente, “no es el que da más beneficios, pero que nos permite vivir satisfechos.” Con el convencimiento de quién ha ejercido esta práctica durante más de la mitad de su vida, Abel afirma que “aunque debes poder vivir del vino, la ganancia económica no ha sido nunca una obsesión. Todo lo que ganamos vuelve a revertir sobre la bodega.” Para él, el objetivo principal de este proyecto es “divulgar un modelo de vida y de sostenibilidad; nuestro legado consiste en mostrar qué es el mundo del vino para nosotros.

Debido a esta filosofía, a este modo de entender el trabajo y la relación con la viña y el entorno y la dimensión que los citados elementos alcanzan en una botella de vino –hilo conductor de “Al natural”– son muchos quienes han bautizado a Abel como un vigneron de La Rioja, a imagen de los “artesanos del vino” de la Borgoña. Pendiente de todo el proceso, desde la poda de la planta hasta la selección de la uva y su vinificación, la máxima por la que se rigen los vinos de Abel Mendoza es aparentemente sencilla: “aplicar un determinado tipo de agricultura i meter el vino en una botella aportándole valor, desde la honestidad.”
No posee ningún certificado que acredite si cultiva y elabora siguiendo los principios de la viticultura ecológica o biodinámica y prescinde de la idea de buscar una certificación que dé valor a lo que hace, convencido de que, a menudo, “soy más exigente que cualquier normativa.” Con 40 parcelas repartidas a lo largo de 18 quilómetros y tres municipios distintos, con viñas en laderas, pendientes y llanos, “no puedes controlar lo que hace tú vecino, que tiene la parcela a 10 metros de las tuyas.” Optar o no por una práctica agrícola concreta se convierte en una cuestión de responsabilidad personal: “yo quiero durar muchos años, pero quiero que mis clientes duren conmigo. O crees en este modelo o no te lo crees.”
En este sentido, el viticultor de San Vicente de la Sonsierra se muestra respetuoso hacia los distintos modelos que existen para sacar adelante una bodega, aunque no por ello deje de ser crítico con quién se olvida de los valores y piensa que todo vale: “yo necesito creer en lo que hago para vender las botellas, no me vale con simplificarlo todo y centrarte en hacer tu vino y ya está, no quiero que se quede todo en un texto literario cuya información no tiene por qué coincidir al 100% con lo que se hace.”

Por este motivo, Jarrarte, Abel Mendoza Selección Personal o Tempranillo/Graciano Grano a Grano son algo más que el relato sobre un joven que se echó el negocio familiar a hombros y consiguió convertirse en una referencia en el sector. Son el fruto de un trabajo que parte del interés, la investigación y la pasión de un viticultor comprometido con un entorno, un territorio y una forma de vida. El resultado de una combinación que mezcla en sus dosis justas el conocimiento y la metodología basada la prueba-error y que puede percibirse en la forma en qué Abel habla de sus vinos. De Jarrarte, buque insignia de la bodega en los primeros 90, más que consolidado en la actualidad, confiesa que le divierte hacer pruebas con los suelos aluviales, los arcillo-calcáreos pedregosos o los arenosos y entender qué pueden aportar al vino. El Abel Mendoza Selección Personal “es la elegancia dentro de la sencillez” mientras que con el Tempranillo o el Graciano Grano a Grano “buscamos más longevidad, un poco más de estructura.” Sorprende su apuesta por los blancos en un territorio poco dado a este tipo de vinos. Desafiando una vez más la tendencia, Abel decidió vinificar variedades como la Malvasía o la Garnacha Blanca a imagen de “los vinos franceses blancos, estos que hacían con bâtonnage en barrica y demás” porque “me negué a creer toda una serie de mitos que decían que estos vinos se pudrían fácil, se oxidaban, etc. Sorprendentemente, mi padre, a quién no le hacían gracia los blancos, por primera vez dijo: esto ya me gusta. Y cuando un padre te dice eso…”.

El indicador del cambio generacional y de la forma de entender el vino y su elaboración lo encontramos también en la figura paterna. En sus lágrimas el día en qué Abel empezó a tirar uva para buscar la calidad: “Mi padre decía que él no trabajaba para tirar uvas, pero terminó entendiéndolo y hasta ayudándome a hacerlo.” Esta nueva hornada de viticultores empezó a “aportar un conocimiento que iba más allá del libro que servía de base para todos los elaboradores. Tuvimos que ir poco a poco buscando nuestro camino.”
Un camino que “ha sido difícil, pero bonito.” Porque, según Abel, “todo lo que tenemos es el camino recorrido e ir viendo poco a poco lo que hemos logrado, con perspectiva, para afirmar que ha valido la pena y que lo seguirá haciendo.” Toda una lección de vida que le permite afirmar con convicción que “cuando compras una botella de vino de bodegas de este perfil, estás comprando algo más que vino.”